miércoles, 12 de octubre de 2011

Autobiografía en segunda persona. (Fragmento)

Siempre tan hábil para las amistades, con el paso de los años llegaste a la conclusión de que Sousa era otro cretino. Sin embargo, aquel niño rico venido a menos que se dedicaba a traficar con cocaína por puro aburrimiento, te caía bien y la verdad es que era generoso contigo y te puso siempre gratis hasta el infinito y más allá.
Sousa era dueño de un Club en el centro de la ciudad que frecuentaban muchos actores de ésos que, tras haber hecho dos papelitos en Antena 3, son incapaces de comportarse de un modo natural en ninguna parte, y cuando te dio trabajo allí se te abrieron los cielos y pensaste por primera vez en la vida que estabas donde querías estar, cuando realmente eras un infeliz que no tenía ni puta idea del antro en que se había metido.
Aquel tipo tenía por entonces tres cosas que le distinguían, sin necesidad de entrar a valorar si eran buenas o malas: Un estómago ulceroso que le hizo célebre en un restaurante asturiano de los siete mil que florecían por allí, un cerebro que de vez en cuando escapaba a su control y que, dicho sea de paso, también le reportó cierta fama y una novia que no consumía drogas, al menos hasta que le conoció.
Martina, que era mucho más joven que él, se dedicaba al Bel Canto y en su pecho, además de un corazón entregado en cuerpo y alma al contrapunto y la polifonía, latían dos tetas hermosas como sandías que subían y bajaban, como globos aerostáticos, cada vez que le daba por cantar, no sin haberse hecho algo de rogar previamente con aquello de hoy no, así en frío no puede ser, tendría que templar la voz antes, bueno vale, pero sólo un momento, un estribillo que hemos ensayado hoy.
Aquella chica de aire cándido que empezó poniéndole ultimatums a Sousa todas las semanas para que dejara las drogas, a los seis meses había perdido demasiado peso para la dieta de la alcachofa y daba la impresión de haberse desquiciado incapaz de seguir el festival de barbitúricos al que la precipitaba él una noche tras otra sin excepción, razón por la que siempre he creído que le abandonó, además de por su propio bien, en un momentáneo lapso de lucidez y tras llevárselo de vacaciones al Wadi Rum jordano casi como buscando infructuosamente un lugar en el que no pudiera encontrar nada que consumir.
Pero Martina, la pobre, ignoraba que un yonqui no está a salvo de sí mismo ni en la cima del monte Nebo, desde el que cuentan las escrituras que Moisés comentó a los israelitas que se veía la tierra prometida para no se le desanimaran después de treinta y pico años vagando por el desierto y, en consecuencia, no valoró la capacidad de Sousa, ni la de algún beduino de los que hacían de guías en Petra, para hacer cierta clase de negocios y consiguió que el portugués, acostumbrado a las drogas de síntesis con nombres raros PHF, CBA, yoquesé, volviera a la península ensalzando las virtudes del hachís jordano con la cara de un iluminado que, tras un viaje iniciático, hubiera alcanzado un estadio superior de conocimiento tras contactar con los orígenes del rollo. –“Las raíces, las raíces”. Decía como recitando un mantra hipnótico y dándose aires transcendentes.



Lo segundo que tenía aquel tipo de aire novelesco, era un estómago grosero y ulcerado que, encabritado, tapizó un mantel para ocho una noche de farra que se puso de sidra y cabrales en uno de los siete mil restaurantes asturianos citados con anterioridad a los que, por cierto, quiero reconocer aquí una encomiable capacidad para hacer dinero sobre la base del exilio, la ausencia y la nostalgia, aplicadas a la gastronomía, que ya ha perdido cualquier sentido en los restaurantes italianos ahora que ya se puede comer pizza hasta en Burkina Faso, y que le hacía andar todo el día medio encogido de dolor y siempre con la mano extendida sobre el pecho a la altura del esófago, lo que en conjunción con una nariz blancuzca y ganchuda no particularmente grande, pero sí poco agraciada, le daba un aire entre amargado y nostálgico a lo Napoleón desmejorado mirando a la inmensidad de la salmuera del Atlántico Sur desterrado en esa verruga de la dorsal oceánica que es Santa Elena, un exilio que, por lo demás, le hubiera venido razonablemente bien a él, al limpiadineros de su socio, que sacaba pecho diciendo que había llevado el restaurante del aeropuerto de Río y al que siempre andaba buscando un colombiano regordete y maleducado con cinco teléfonos móviles, tres putas, alguna de ellas juras por lo más sagrado que vocacional y un escolta con pistola en sobaquera que siempre iba bastante más colocado que él, y a su negocio, que acabó siendo una tapadera de venta de cocaína para el famoseo, que contaba entonces con el atractivo fundamental de la absoluta discreción del personal al frente del cual tú te encontrabas cuando todavía no se estilaba lo de ir a la televisión a cobrar por contar lo que has visto hacer a según qué gente. Dónde estarías tú hoy si hubieras tenido una cámara a mano.



Pero lo mejor era cuando después de cinco copas y una docena de rayas el cerebro de Sousa se apagaba como una bombilla. Entonces, el portugués devenía una especie de helecho adosado a un sistema nervioso más allá del cual había un cuerpo, un tronco, un colega, qué pasa tío, unas extremidades, que daban la impresión de estar dirigidas por una inercia misteriosa cuyo secreto descansara en última instancia sobre una especie de pura familiaridad orgánica.
Los pulmones, a los que las manos que habían proporcionado más de tres mil paquetes de tabaco en ocho o diez años, que tanto se habían enrollado con las piernas un día que hubo que escapar de la policía, que tan uña y carne eran con ese órgano que en el centro del pecho se llama corazón demasiadas veces sin merecérselo, su sexo, que tanto disfrute le había proporcionado desde que a los catorce años la madre de su mejor amigo se lo endiñara, el hígado, ese viejo conocido, los riñones que tanto whisky habían procesado, el bazo y ese páncreas desenfadado y entrañable, se conocían tanto y tan bien, eran todos tan amigos, estaban tan acostumbrados a trabajar juntos, a jugar de memoria, como el Barça, que cuando el jefe abandonaba las oficinas, la empresa seguía funcionando. Obviamente sin el jefe, o con el jefe entrando y saliendo de la oficina todo el tiempo, lo que significaba que, como bien saben las secretarias, era imposible que te lo pusieran al teléfono por más veces que llamaras.
De modo que tan pronto veías a Sousa de un lado para otro activo y concentrado, pendiente de los clientes del negocio, como te lo encontrabas apoyando el hombro derecho contra la pared con la cabeza baja y la mirada perdida, literalmente incapaz de formular frases que tuvieran algún sentido al otro lado de las paredes del cráneo que las enunciaba con un énfasis encomiable que llegaba a producir cierta angustia cuando agitaba las manos o señalaba a alguna parte haciendo ruidos parecidos a palabras en series de seis o siete sonidos que eran una especie de frases sobre las que, a pesar de todo, aún se adivinaba el acento de un portugués hablando castellano. Lo que te hacía pensar que de alguna manera, él era consciente de que a alguna neurona se le había pelado el cable y cortocircuitaba al contacto con el whisky.
Era la empresa funcionando sin el jefe. O con el jefe de vacaciones en Isla Margarita.



Muchos años después supiste que te estafó y entonces te preguntaste por que no lo habías dejado caer las dos veces que lo tuviste en tus manos.
La primera fue una noche a las tantas, con el bar lleno de actores y el consiguiente séquito de advenedizos y putillas que suelen arrastrar. Al muy borracho se le apagó la bombilla y se dejó las llaves del negocio puestas en la puerta. Recuerdas que cuando te diste cuenta, durante algunos segundos, consideraste la posibilidad de abrir el almacén y darle un palo quedándote con la mercancía que guardaba, pero te dio algo de lástima. A pesar de que no estaba en condiciones de enterarse de nada y de que jamás hubiera sospechado de ti, se las devolviste; cosa que él te agradeció volviendo a olvidarlas en el mismo sitio apenas veinte minutos después, volviendo a ponerte en la misma tesitura que resolviste de la misma manera, si bien esta vez te guardaste las llaves en el bolsillo y te diste tiempo para pensar si semejante imbécil no se lo merecería, después de todo.
La segunda fue un tiempo después de que cerrara el local.
Un buen día recibiste una carta de la Tesorería General de la Seguridad Social en la que te comunicaban que durante los casi dos años que pasaste trabajando para él, estuviste firmando nóminas falsas, sin asegurar y sin haber cotizado, por lo que le podías reclamar vía judicial más de seis mil euros, pero no lo hiciste.
Supongo que, pensando que ese capítulo de tu vida estaba ya cerrado, te dio pereza volver sobre aquello; aunque no es menos cierto que también valoraste lo inoportuno que podría resultar ponerse a revolver, en aquel momento en que tenías algo parecido a un trabajo, una mujer y una vida estables, en una parte de tu pasado tan plagada de claroscuros, tan incomprensible a veces y sobre la que no tenías la menor intención de dar explicaciones que, con toda probabilidad, nadie hubiera entendido.