viernes, 10 de diciembre de 2010

Dos

Sin saber por qué, mientras la Sra. Lomax preparaba el desayuno, sintió una sensación inequivoca de vértigo y adivinó que su matrimonio se precipitaba hacia el abismo. Si bien tal vez lo había experimentado antes, con el sueño aún colgando de los párpados y ensimismada en la contemplación del Niágara cándido y dimituto de leche templada que vertía en los risueños tazones en que daba de desayunar a los críos, se imaginó con claridad haciendo rafting por ahí, desayuno abajo.
Bostezó.
Después, de ese modo anterior a lo verbal en que los seres humanos se suelen comunicar consigo mismos, se dió por informada de que aquella nueva zozobra en lo personal era cuestión de tiempo y creyó saber que, si bien la ruptura no sería inminente, sí sería, inevitable.
Se le antojó entonces que a veces la lucidez se da cuando menos se la espera y que la inteligencia humana es capaz del conocimiento de un millón de maneras ininteligibles y en capas, cuando menos, caprichosas.
Justo después, casi fue capaz de cartografiar de memoria la geografía de tibios desencuentros y de ingratas discusiones que ante ella se desplegaba, pero mientras el desayuno se enfriaba sobre la encimera, esa misma inteligencia anterior a las palabras con la que acababa de contactar, la hizo inclinarse hacia la ventana y mirar de reojo a unos grises nubarrones que, recostados sobre un horizonte rojo burdeos de tranvías fugaces, le sugirieron cierta vocación de permanencia; lo que la hizo suspirar después de un inapresable y profundo nanosegundo de añoranza.

Copyright J.M.Bielsa-Gibaja. Todos los derechos reservados.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Uno



En la mente del marino jamás creado por W. Faulkner siempre quedarán fotos pendientes.
Fotos con mujeres como pétalos de una sola flor, meciéndose desprendidas en los puertos, casi como si sus cuerpos no les pertenecieran, entre los brazos de hombres que pasan como si fueran encarnaciones múltiples de uno sólo que llegara con las mareas y las estaciones.
Fotos con palmeras estremecidas al fondo y tabernas sacudidas por el viento y la salitre con las que el marino aún hoy sigue soñando y que nunca encontrará porque no existen.
Fotos con letreros luminosos a merced del gris que progresa en el horizonte sin piedad de las naves, fotos de infinitos amaneceres y gaviotas, como trapos vívidos burlando atmósferas superpuestas, patinando sobre el aire impenetrable de puro adelgazado.
Fotos del charrán que ha aprendido a robar pescado en los muelles y nos mira, entre burlón y anhelante, desde el fondo de unos ojos menudos y negros, como insectos brillantes, casi con la ciencia inaprehensible de un niño ladrón presto al vuelo.
En la mente del marino siempre quedarán fotos por hacer, como aquella del hombre y la niña destilando guijarros entre la espuma, como la de Pablo enfebrecido de sol en Chipre, como la de la muchacha rodeada de lobos en una cafetería en Yokohama, como la del viejo, no importa en qué puerto, que cose redes desde hace muchos siglos y se remanga los pantalones con manos eternamente vulneradas por el tiempo.
Fotos del naturalista aterrado en la galerna, aferrado a sus cavilaciones y genealogías, encaneciendo de pura mar arbolada. Fotos de ensenadas sombrías con nombre de mujer, de recodos salinos, islotes y leproserías, de cañones bendecidos para matar, de irónicas moradas de sueños o de náufragos y pesadillas.

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