miércoles, 12 de octubre de 2011

Autobiografía en segunda persona. (Fragmento)

Siempre tan hábil para las amistades, con el paso de los años llegaste a la conclusión de que Sousa era otro cretino. Sin embargo, aquel niño rico venido a menos que se dedicaba a traficar con cocaína por puro aburrimiento, te caía bien y la verdad es que era generoso contigo y te puso siempre gratis hasta el infinito y más allá.
Sousa era dueño de un Club en el centro de la ciudad que frecuentaban muchos actores de ésos que, tras haber hecho dos papelitos en Antena 3, son incapaces de comportarse de un modo natural en ninguna parte, y cuando te dio trabajo allí se te abrieron los cielos y pensaste por primera vez en la vida que estabas donde querías estar, cuando realmente eras un infeliz que no tenía ni puta idea del antro en que se había metido.
Aquel tipo tenía por entonces tres cosas que le distinguían, sin necesidad de entrar a valorar si eran buenas o malas: Un estómago ulceroso que le hizo célebre en un restaurante asturiano de los siete mil que florecían por allí, un cerebro que de vez en cuando escapaba a su control y que, dicho sea de paso, también le reportó cierta fama y una novia que no consumía drogas, al menos hasta que le conoció.
Martina, que era mucho más joven que él, se dedicaba al Bel Canto y en su pecho, además de un corazón entregado en cuerpo y alma al contrapunto y la polifonía, latían dos tetas hermosas como sandías que subían y bajaban, como globos aerostáticos, cada vez que le daba por cantar, no sin haberse hecho algo de rogar previamente con aquello de hoy no, así en frío no puede ser, tendría que templar la voz antes, bueno vale, pero sólo un momento, un estribillo que hemos ensayado hoy.
Aquella chica de aire cándido que empezó poniéndole ultimatums a Sousa todas las semanas para que dejara las drogas, a los seis meses había perdido demasiado peso para la dieta de la alcachofa y daba la impresión de haberse desquiciado incapaz de seguir el festival de barbitúricos al que la precipitaba él una noche tras otra sin excepción, razón por la que siempre he creído que le abandonó, además de por su propio bien, en un momentáneo lapso de lucidez y tras llevárselo de vacaciones al Wadi Rum jordano casi como buscando infructuosamente un lugar en el que no pudiera encontrar nada que consumir.
Pero Martina, la pobre, ignoraba que un yonqui no está a salvo de sí mismo ni en la cima del monte Nebo, desde el que cuentan las escrituras que Moisés comentó a los israelitas que se veía la tierra prometida para no se le desanimaran después de treinta y pico años vagando por el desierto y, en consecuencia, no valoró la capacidad de Sousa, ni la de algún beduino de los que hacían de guías en Petra, para hacer cierta clase de negocios y consiguió que el portugués, acostumbrado a las drogas de síntesis con nombres raros PHF, CBA, yoquesé, volviera a la península ensalzando las virtudes del hachís jordano con la cara de un iluminado que, tras un viaje iniciático, hubiera alcanzado un estadio superior de conocimiento tras contactar con los orígenes del rollo. –“Las raíces, las raíces”. Decía como recitando un mantra hipnótico y dándose aires transcendentes.



Lo segundo que tenía aquel tipo de aire novelesco, era un estómago grosero y ulcerado que, encabritado, tapizó un mantel para ocho una noche de farra que se puso de sidra y cabrales en uno de los siete mil restaurantes asturianos citados con anterioridad a los que, por cierto, quiero reconocer aquí una encomiable capacidad para hacer dinero sobre la base del exilio, la ausencia y la nostalgia, aplicadas a la gastronomía, que ya ha perdido cualquier sentido en los restaurantes italianos ahora que ya se puede comer pizza hasta en Burkina Faso, y que le hacía andar todo el día medio encogido de dolor y siempre con la mano extendida sobre el pecho a la altura del esófago, lo que en conjunción con una nariz blancuzca y ganchuda no particularmente grande, pero sí poco agraciada, le daba un aire entre amargado y nostálgico a lo Napoleón desmejorado mirando a la inmensidad de la salmuera del Atlántico Sur desterrado en esa verruga de la dorsal oceánica que es Santa Elena, un exilio que, por lo demás, le hubiera venido razonablemente bien a él, al limpiadineros de su socio, que sacaba pecho diciendo que había llevado el restaurante del aeropuerto de Río y al que siempre andaba buscando un colombiano regordete y maleducado con cinco teléfonos móviles, tres putas, alguna de ellas juras por lo más sagrado que vocacional y un escolta con pistola en sobaquera que siempre iba bastante más colocado que él, y a su negocio, que acabó siendo una tapadera de venta de cocaína para el famoseo, que contaba entonces con el atractivo fundamental de la absoluta discreción del personal al frente del cual tú te encontrabas cuando todavía no se estilaba lo de ir a la televisión a cobrar por contar lo que has visto hacer a según qué gente. Dónde estarías tú hoy si hubieras tenido una cámara a mano.



Pero lo mejor era cuando después de cinco copas y una docena de rayas el cerebro de Sousa se apagaba como una bombilla. Entonces, el portugués devenía una especie de helecho adosado a un sistema nervioso más allá del cual había un cuerpo, un tronco, un colega, qué pasa tío, unas extremidades, que daban la impresión de estar dirigidas por una inercia misteriosa cuyo secreto descansara en última instancia sobre una especie de pura familiaridad orgánica.
Los pulmones, a los que las manos que habían proporcionado más de tres mil paquetes de tabaco en ocho o diez años, que tanto se habían enrollado con las piernas un día que hubo que escapar de la policía, que tan uña y carne eran con ese órgano que en el centro del pecho se llama corazón demasiadas veces sin merecérselo, su sexo, que tanto disfrute le había proporcionado desde que a los catorce años la madre de su mejor amigo se lo endiñara, el hígado, ese viejo conocido, los riñones que tanto whisky habían procesado, el bazo y ese páncreas desenfadado y entrañable, se conocían tanto y tan bien, eran todos tan amigos, estaban tan acostumbrados a trabajar juntos, a jugar de memoria, como el Barça, que cuando el jefe abandonaba las oficinas, la empresa seguía funcionando. Obviamente sin el jefe, o con el jefe entrando y saliendo de la oficina todo el tiempo, lo que significaba que, como bien saben las secretarias, era imposible que te lo pusieran al teléfono por más veces que llamaras.
De modo que tan pronto veías a Sousa de un lado para otro activo y concentrado, pendiente de los clientes del negocio, como te lo encontrabas apoyando el hombro derecho contra la pared con la cabeza baja y la mirada perdida, literalmente incapaz de formular frases que tuvieran algún sentido al otro lado de las paredes del cráneo que las enunciaba con un énfasis encomiable que llegaba a producir cierta angustia cuando agitaba las manos o señalaba a alguna parte haciendo ruidos parecidos a palabras en series de seis o siete sonidos que eran una especie de frases sobre las que, a pesar de todo, aún se adivinaba el acento de un portugués hablando castellano. Lo que te hacía pensar que de alguna manera, él era consciente de que a alguna neurona se le había pelado el cable y cortocircuitaba al contacto con el whisky.
Era la empresa funcionando sin el jefe. O con el jefe de vacaciones en Isla Margarita.



Muchos años después supiste que te estafó y entonces te preguntaste por que no lo habías dejado caer las dos veces que lo tuviste en tus manos.
La primera fue una noche a las tantas, con el bar lleno de actores y el consiguiente séquito de advenedizos y putillas que suelen arrastrar. Al muy borracho se le apagó la bombilla y se dejó las llaves del negocio puestas en la puerta. Recuerdas que cuando te diste cuenta, durante algunos segundos, consideraste la posibilidad de abrir el almacén y darle un palo quedándote con la mercancía que guardaba, pero te dio algo de lástima. A pesar de que no estaba en condiciones de enterarse de nada y de que jamás hubiera sospechado de ti, se las devolviste; cosa que él te agradeció volviendo a olvidarlas en el mismo sitio apenas veinte minutos después, volviendo a ponerte en la misma tesitura que resolviste de la misma manera, si bien esta vez te guardaste las llaves en el bolsillo y te diste tiempo para pensar si semejante imbécil no se lo merecería, después de todo.
La segunda fue un tiempo después de que cerrara el local.
Un buen día recibiste una carta de la Tesorería General de la Seguridad Social en la que te comunicaban que durante los casi dos años que pasaste trabajando para él, estuviste firmando nóminas falsas, sin asegurar y sin haber cotizado, por lo que le podías reclamar vía judicial más de seis mil euros, pero no lo hiciste.
Supongo que, pensando que ese capítulo de tu vida estaba ya cerrado, te dio pereza volver sobre aquello; aunque no es menos cierto que también valoraste lo inoportuno que podría resultar ponerse a revolver, en aquel momento en que tenías algo parecido a un trabajo, una mujer y una vida estables, en una parte de tu pasado tan plagada de claroscuros, tan incomprensible a veces y sobre la que no tenías la menor intención de dar explicaciones que, con toda probabilidad, nadie hubiera entendido.

martes, 20 de septiembre de 2011

Once

A la sombra del sicomoro jamás descrito por W. Faulkner que plantara su tía Mary Sue Merryman, a poco de darse cuenta de que el sol terminaría por abrasar los ya castigados sesos de su sobrino, al marino se le ocurre hoy que igual que la música se extrae del silencio o tal vez desde un recóndito estrato, porción o proporción del ruído sobre el que se edifica, el sentido no brilla sino en la forma de un guiso más grato al paladar que cualquier otro de los muchos que se destilan en la oscura cocina en que se cuece la locura.
Se le ocurre que la virtud no resplandece nunca sino desde el lodo de su ausencia y se le ocurre que la certeza o la verdad esperan, en el mismo fondo de vasija en que fermentan las heces del vino de lo incierto y la mentira, la mirada precisa que llegue y las descubra.
Se le ocurre que todo en la vida parece ir hacia lo que tiene nombre y es uno a pesar de venir desde la complejidad de lo indiferenciado.
Se le ocurre porque, aislado, contemplando la realidad, ese estadio eternamente incompleto y sobrevalorado de las cosas, tal vez cree que con eso ya ha cumplido y se ha ganado un plato de judías.
Relativamente orgulloso de cuanto ha alcanzado a saber hoy, antes de olvidarlo mañana o dentro de dos cervezas, mientras el mundo se desmorona a su alrededor, a la sombra del sicomoro que le cobija, al filósofo deshauciado llamado Travis J. Merryman, se le ocurre que debe ser precisa este hambre de las cosas por ser desde la bruma de lo que no es, mientras todo parece llevarle, una vez más, la contraria.
Hoy no come.


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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Soñaremos con California diciéndote adiós sobre las olas (Fragmento)

..."El problema es que si no ganas nunca, si no aciertas jamás, acabas por enloquecer a base de cuestionarte todo.
El problema es ése hombre que no conoces tú y sin embargo te conoce a ti porque probablemente está en tu principio y habrá de estar en tu final. Es ése otro hombre que no aparece en el espejo, que sólo se adivina al fondo de los ojos que miran al fondo y que demasiadas veces ignora el porqué de lo que hace y dice; es ese tramoyista del yo que es más rápido, más sensible, más sutil y mejor, que decide por nosotros sin decirlo y llegado el caso volvería a hacer lo mismo porque es incapaz de ver el error que los demás adivinan o porque, a fin de cuentas, no podría ser otro ni aunque lo deseara por encima de todas las cosas.
El problema es la cabeza que da vueltas dentro de nuestra cabeza. La sombra adivinada que opera al otro lado. Justo donde no alcanzamos. Es ese orden imprescindible cuya razón se nos escapa. La inercia de lo vivo apresurándose a colocarle al pensamiento las barreras que necesita para que todo tenga pies y cabeza o por lo menos, lo parezca. Es lo muerto que resulta, o que queda fuera, o a un lado, o se pierde o no cuenta, o sabe Dios por dónde habrá de salir o sobre qué lecho será que precipita.
El problema es el lugar común que da sentido a todo el asunto y sin el cual se supone que no funciona. Es que al fondo de tantos signos y tantos colores, de tantas formas y tantos mensajes no hay nada y está vacío. El problema es que no funciona. Simplemente gira aquí y allá, sin objetivo, disgregado, múltiple, contradictorio, amarillo.
-“Doscientas veinte.” Dijo la arpía.
La vida se parece a la baraja en los comodines. En los pretextos con que completamos la mano y sin los cuales no tendríamos jugada. El problema es que de pronto podemos perderlos en una apuesta y entonces la vida deviene un largo farol que más tarde o más temprano se acaba por descubrir y es el que lleva todo el mundo pero, a grandes males, grandes remedios y para algo se marcaron las cartas a base de fe y se repartieron, igual que los naipes, las celestes coartadas".

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jueves, 25 de agosto de 2011

Diez

-"Cruza los dedos Edna, toca madera, no abras el paraguas dentro de casa. En invierno detente un momento bajo el muérdago en la puerta, cuando pases por allí, arroja una moneda al pozo y cuando yo no esté, Edna, no permitas que el aire mueva mi mecedora.
Cuelga mañana una herradura junto a la ventana Edna, lleva a todas partes una pata de conejo, vigila si se te cae una pestaña. No pases por debajo de una escalera, cuídate de romper un espejo, evita a los gatos negros y no derrames, Edna, la sal sobre la mesa. Untate aceite en la sien, toma artemisa. Rézale a Santa Catalina.
Mira al cielo de vez en cuando, por si vieras caer una estrella. Pide un deseo y después sonríe, aunque no tengas motivo. Me gusta pensar que a los dioses les complacen nuestras esperanzas.
No me abandones en este umbral de los finales felices Edna, ahora no. No sobre las cenizas de una inocencia que caduca detrás de cada beso, detrás de cada mano.
No me abandones al caer la tarde. La cama está hecha, la mesa está servida.
Vuelve a hacer las delicias de las marionetas sucesivas que el tiempo ha repartido por mi piel y espera Edna.
Ven y sopla sobre mis manos antes de lanzar los dados. Va a salir mi número. Mira. Llevo la carta ganadora. Esta es la mía."

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lunes, 25 de julio de 2011

Nueve

Disfrazada, como cualquier otro fruto del devenir, la madurez llega en un momento impreciso en la vida de cada uno.
La de Edna Lomax llegó disimulada en la indiferencia con que el tiempo iba alcanzando fechas sucesivas en el calendario para luego dejarlas atrás y pronto se fue vistiendo, como toda madurez inteligible, de una tibia resignación menos amable en el fondo de lo que translucía un equilibrio formal edificado minuciosamente por ella misma con la única misión de mantenerla dentro de los límites de la razón y a salvo del desconsuelo con que la miseria le venía obsequiando hacía ya demasiados años; y aunque en toda madurez suele haber algo de aburrimiento, claudicación y melancolía, la suya se había hecho a base de severas privaciones, soledad y desengaños y cuando hablaba de su vida era como si sobre su cielo hubiera brillado siempre un “no” enorme y turbador como una luna llena de verano que hubiera pulverizado sus anhelos al mismo ritmo al que un marido algo egoísta y apocado la había ido dejando sola, mientras que con el paso de los años anodinos y escarmentados, los recelos iban imponiéndose sutilmente a cualquier tipo de planteamiento similar a una esperanza.

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martes, 12 de julio de 2011

Apócrifos de San Juan en Patmos (1)

Cuando el placer por prevalecer al precio que fuera contamine cualquier otra dimensión de la existencia, creyendo estar plenamente vivos, resultará que empezareis a estar muertos. Vais a apestar.

Incapaces de ver más allá de vosotros mismos, pondreis todo al servicio de un yo necesitado de pretextos que prevaricará día y noche homicida y pomposo. Todo serán instrumentos. Vuestras mujeres, vuestros maridos, vustros hijos, vuestros padres. Vuestros amigos y los amigos de éstos. Vuestros consumos.

Pronto no hubrá mejor retrato de uno que una buena factura del Mercadona. En la periferia (siempre más desgarradora) las enmarcarán y las pondrán sobre la mesita de noche. Alguien morirá en alguna parte y en el nicho le pondrán flores a su tarjeta de crédito. Destrozados, los familiares del muerto la mirarán y sollozarán: -"No somos nada."

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jueves, 16 de junio de 2011

Ocho

El marino llamado Travis S. Merryman Jr, a pesar de dejar de dormir sobre las seis y media de la mañana, no ha sido capaz de despertar. Así, sumido en una extraña duermevela, bajo una gruesa manta de lana, lleva horas retorciéndose como una crisálida. Sobre su hamaca, a la sombra del sicomoro que plantara su tía Mary Sue Merryman, jamás creada por W. Faulkner.
Como un mirlo, ha visto amanecer entre las ramas y por la puerta entreabierta del sueño inconcluso, se han colado personajes desaparecidos hace mucho tiempo, como su madre, que ha pasado ante sus ojos en la flor de la juventud, montada en una vieja bicicleta con la cesta llena de repollos y la cabeza rebosante de sueños que jamás vendrían a cumplirse.
Con cierta aprensión, ha visto pasear por la ribera a aquel amigo de la infancia con las manos llenas de verrugas que se ahogó en el río una tarde interminable de verano. Ha respirado hondo después, aliviado de que no le hayan visitado hoy los amores dorados y primeros de la juventud. No ha visto a Lourdes, la hija del joyero francés que le regaló a escondidas la primera noche de amor de su vida, a pesar de estar reservada para los jóvenes de posibles. No ha venido Stella, la hermosa campesina que adornó sus veinte años recién cumplidos. Ni rastro de Blanche, la bebedora, "gracias a Dios" -Se ha dicho.-
Pero he aquí que las puertas del sueño se traviesan en ambas direcciones y el marino, sin ser visto se ha colado en el aire perfumado del sueño.
Ha recorrido una larga carretera flanqueada por altos macizos de hierba, cree haber visto pasar un tren a lo lejos y ha callejeado después por un pueblo que tal vez le ha resultado algo familiar, a pesar de no ser ninguno de cuantos conoce.
Ha entrado en una taberna en la que ha visto escrita una apuesta contra él en una gran pizarra verde y, apoyándose en la barra de ajado mármol travertino, ha preguntado cómo va el juego.
Un hombre, sonriendo, ha arrastrado hacia él un vaso de vino blanco con el dedo índice y le ha contestado: -"Se paga quince a uno. Bebe algo. Deberías saber que ya nadie apuesta por tí".



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sábado, 28 de mayo de 2011

Siete

La cabeza del autor, jamás creada por W. Faulkner, funciona de modos misteriosos.
Según se las encuentre, las ideas que produce no suponen ningún riesgo para él ni para sus semejantes. Algunas se comportan como rebaños de ovejas que, bucolicas, pacen mansamente aquí y allá sin causar sobresaltos en el paisaje. Si el destino de una idea es cambiar algo, éstas no cambian nada. Se diría que la cabeza del autor las produce por que no le queda más remedio y para eso está. Son ideas-zapatilla-de-andar-por-casa.
Otras se encienden dentro de su cerebro y luego suelen consumirse rápidamente en el tercero izquierda de la hipófisis o al fondo de algún sombrío pasillo del inconsciente, siempre tan mal iluminado a pesar de tanto electricista freudiano. El cerebro del autor, no obstante, no es un árbitro imparcial ni un moralista y suele conceder más importancia a unas que a otras básicamente por una cuestión de estética dado que tiende a pensar que todo lo bello es, por el hecho de serlo, en mayor o menor grado, bueno. No se podría decir que tiene una cabeza bien amueblada, pero sí que la contemplación de los cachivaches que hay en ella, en general y salvo excepciones, le complace.
El cerebro del autor, que hoy está demasiado pendiente de las caderas de Edna lomax, tiende también a tomar por importantes a las ideas que están relacionadas con cuestiones capitales de la vida tanto en lo individual como en lo colectivo. El problema que suelen presentar estas ideas es que tienen la dichosa manía de aislarse (son muy suyas) y tienden a volar cada vez más alto. El autor, que las produce y por ello las conoce bien, deja que acaben por desvanecerse en el azul brillante (no podía, obviamente, ser otro) por que tienden a rezumar músicas rimbombantes que acaban por agotarle, pero sobre todo, las deja ir porque la dificultad de compartirlas con sus semejantes sin que le produzcan las clásicas contradicciones con las que éstos pueden entretenerse despedazándolo a la hora del té con pastas, termina por hacerlas insoportables.
Otras ideas, la mayoría de ellas, revolotean en pequeños grupos que generalmente se comportan de un modo previsible y se pierden sin más en algún impreciso limbo de los muchos que la cabeza del autor es capaz de destilar (es una especialista destacable en estas cosas). A veces se extinguen sin más. Se apagan igual que una cerilla.
El problema es cuando algunas de esas ideas, por un motivo u otro se acercan demasiado a la reseca corteza de su encéfalo, que como el corcho rugoso de un alcornoque, igual que un bosque devorado por lenguas de fuego incontrolables, se inflama forestal e irremediable.

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jueves, 21 de abril de 2011

Seis

Hoy todo es un ruído.
El eco de los niños de vuelta al patio de los colegios, los platos de loza arrojados al fregadero, la música prescindible de otra emisora estúpida. Los coches apresurados, las palomas que se aparean otra vez y arañan la chapa del alero, los gritos de los obreros, el frenazo del autobús, como un animal de tiro que resopla apurado. El perro que ladra en el jardín vecino. Su estómago que muge como una vaca a punto de parir, el soplo de su corazón, el saxofón desafinado de sus bronquios tapizados de alquitrán y trazas de tabaco.
Hoy todo es un ruído.
Hay días en que oye distinto.
Días en que la dimensión sonora de las cosas supera a todas las demás y como resultado de ello, hoy todo es fundamentalmente un ruído. Hasta el puto sicomoro es un ruído adosado a una sombra adosada a un verde adosado a un leve movimiento vagamente pendular.
El sol. Las sombras. Los peces. Los pájaros. Las olas. El rudimento de sus pensamientos, la confusión de sus ideas atolondradas e inútiles, sus proyectos siempre inacabados, la niebla de sus recuerdos en la memoria, sus sueños reducidos a una música desafinada y fragmentaria, sus miedos, su impotencia para encontrar un empleo y rehacerse y sobre todo, el temor a perderla a ella, que no es un ruído, sino una música fiera atravesando sus neuronas mientras cruza el porche resoplando como una bestia encerrada, sudando hermosa con el pelo recogido sobre la nuca y la bayeta amarilla en la mano.
Mirándole de reojo de una manera jamás descrita por W. Faulkner que hoy, por cierto, es también un ruído.

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martes, 8 de marzo de 2011

Cinco

Una leyenda urbana dice que en un sótano inmundo, en alguna parte de Nueva Orleans, hay un ascensor que baja directamente hasta el infierno. Nadie que haya conseguido llegar hasta la puerta de ese ascensor, ha regeresado para confirmar su existencia y desgraciadamente no se puede saber si tras el desastre del huracán Katrina, seguirá en funcionamiento.

Ahora bien, teniendo en cuenta que las condiciones de vida en el infierno no deben diferir mucho de las que se dan en un país algo así como España en un mes de Julio cualquiera, el autor, jamás creado por W. Faulkner, puede suponer que el servicio técnico encargado de repararlo estará en huelga, amenazará con estarlo o bien habrá sido despedido directamente después de no cobrar la nómina desde los tiempos de la Contrarreforma y sin derecho a rechistar. Entra, pues, dentro de lo posible que sin haber sido despedido todavía, lleve sin cobrar desde ni se sabe, lo que explicaría su escaso celo en el trabajo.

Otra hipótesis de las varías que se podrían contemplar, es la de que Mefistófeles que gestiona el servicio desde los tiempos del Pentateuco, lo haya subcontratado a algún pobre diablo menor o haya decidido privatizarlo, por lo que muchos que tenían ya el billete, se han quedado en tierra mientras se aclara todo, lo que explicaría que el porcentaje de MALNACIDOSHIJOSDEPERRA que de un tiempo para acá vienen recogiendo las encuestas ande tan disparado.

Otra leyenda, ésta es moldava, cuenta que en la noche del Equinoccio de Invierno, el diablo pasa un momento frente a todos los espejos del mundo sin que podamos verlo; pongamos que sería conveniente aprovechar la ocasión e ir pensando en escribir en todos y cada uno de ellos una reclamación formal en toda regla.

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martes, 25 de enero de 2011

Cuatro (Reedición)

Después de haber presenciado como los políticos y los banqueros orinaban todas las mañanas sobre la igualdad, la justicia y el bienestar para después escuchar a la felicidad vertiéndose por el desagüe.
Justo tras haber observado cómo la ciencia, lejos de liberarle de sus cadenas, había acabado por estar al servicio de quienes apretaban sus grilletes.
No sin haber apreciado antes con cláridad cómo los filosofos habían alcanzado finalmente el supremo estadio del conocimiento que consistía en no saber ya ni dónde tenían la mano derecha.
Más o menos el día en que intentó buscar la felicidad en un centro comercial para no encontrarla.
Mucho después de preguntar por la verdad y de que le aseguraran que no existía, aunque la mentira sí.
Una vez hubo constatado que la prensa no se había vendido al capital, sino que era el capital mismo.
Tras haber llegado a la conclusión de que Dios andaba perdido en alguna parte del cielo, posiblemente durmiendo la mona y sin la menor intención de volver.

Es decir, después de haber sido minuciosamente deconstruído por una realidad deliberadamente caótica, tras veintitrés años, siete meses y cinco días devanándose los sesos aplastado en su mecedora, el personaje jamás creado por W.Faulkner llamado Travis S. Merryman Jr. Llegó, a la sombra del sicomoro que plantara su tía Mary Sue Merryman, jamás creada tampoco por W. Faulkner, a la conclusión de que ya no era capaz de creer en nada.

En nada excepto en que la conciencia era una especie de burbuja, de ahí su fragilidad y el escaso rendimiento de sus intercambios con el entorno y que, en el caso de los niños, era más bien una irisada y brillante pompa de jabón flotando felizfelizfeliz en el aire azul de un fugaz mes de Junio.

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sábado, 1 de enero de 2011

Tres

A veces el marino se retuerce sobre la hamaca como si tuviera un cartucho de dinamita en el culo. A veces tiembla y se estremece. A veces suda frío. Jura en voz baja a la sombra del maldito sicomoro pero ya hace tiempo que no se hace cruces por nada. Se diría que ni siquiera languidece aplastado sobre su mecedora.
Aprendió de la mar a no tener certeza alguna y a no dar amor ni hacienda alguna por segura, tampoco le preocupa demasiado, todavía una vela en el horizonte le hace soñar lo justo el tiempo necesario. Ha aprendido de la mar a no tener prisa, pero no ha aprendido todavía la constancia de la ola, aunque prefiere la madrépora al bosque y las perlas a los guisantes, y eso casi le consuela vagamente, de momento.
Lo vive todo muy sin querer.
Igual que calienta el sol sin llama de cada invierno, o duerme la semilla del cáncer en el corazón de un ángel de siete años y no sabe si llorar o reir pensando que en esta acumulación de génesis inciertas reside él mismo, el mundo, las estrellas.

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