sábado, 28 de mayo de 2011

Siete

La cabeza del autor, jamás creada por W. Faulkner, funciona de modos misteriosos.
Según se las encuentre, las ideas que produce no suponen ningún riesgo para él ni para sus semejantes. Algunas se comportan como rebaños de ovejas que, bucolicas, pacen mansamente aquí y allá sin causar sobresaltos en el paisaje. Si el destino de una idea es cambiar algo, éstas no cambian nada. Se diría que la cabeza del autor las produce por que no le queda más remedio y para eso está. Son ideas-zapatilla-de-andar-por-casa.
Otras se encienden dentro de su cerebro y luego suelen consumirse rápidamente en el tercero izquierda de la hipófisis o al fondo de algún sombrío pasillo del inconsciente, siempre tan mal iluminado a pesar de tanto electricista freudiano. El cerebro del autor, no obstante, no es un árbitro imparcial ni un moralista y suele conceder más importancia a unas que a otras básicamente por una cuestión de estética dado que tiende a pensar que todo lo bello es, por el hecho de serlo, en mayor o menor grado, bueno. No se podría decir que tiene una cabeza bien amueblada, pero sí que la contemplación de los cachivaches que hay en ella, en general y salvo excepciones, le complace.
El cerebro del autor, que hoy está demasiado pendiente de las caderas de Edna lomax, tiende también a tomar por importantes a las ideas que están relacionadas con cuestiones capitales de la vida tanto en lo individual como en lo colectivo. El problema que suelen presentar estas ideas es que tienen la dichosa manía de aislarse (son muy suyas) y tienden a volar cada vez más alto. El autor, que las produce y por ello las conoce bien, deja que acaben por desvanecerse en el azul brillante (no podía, obviamente, ser otro) por que tienden a rezumar músicas rimbombantes que acaban por agotarle, pero sobre todo, las deja ir porque la dificultad de compartirlas con sus semejantes sin que le produzcan las clásicas contradicciones con las que éstos pueden entretenerse despedazándolo a la hora del té con pastas, termina por hacerlas insoportables.
Otras ideas, la mayoría de ellas, revolotean en pequeños grupos que generalmente se comportan de un modo previsible y se pierden sin más en algún impreciso limbo de los muchos que la cabeza del autor es capaz de destilar (es una especialista destacable en estas cosas). A veces se extinguen sin más. Se apagan igual que una cerilla.
El problema es cuando algunas de esas ideas, por un motivo u otro se acercan demasiado a la reseca corteza de su encéfalo, que como el corcho rugoso de un alcornoque, igual que un bosque devorado por lenguas de fuego incontrolables, se inflama forestal e irremediable.

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